Muy agradecido a los seguidores de este blog, os informo de que termina esta experiencia a la par que acaba el año. La noche que viene es la de los grandes propósitos, ya sabéis, y uno de los míos consiste en ... digamos que administrar mejor la aceleración del tiempo. Ojalá se cumpla esta aspiración y también todas las vuestras. Gracias.

Julio.

Nochevieja de 2013.


domingo, 24 de marzo de 2013

Filandón (II): Perséfone y los moros en La Veiga el Palo



Para Ted, Ofe y Pilar Latín.
 
 

 
I.  La audiencia de Cunqueiro
 



Leída la anterior entrada de este blog, un amigo muy querido me envió este fragmento de una conferencia de Cunqueiro.
  • Yo narro como he oído narrar. Y así como un pintor francés del pasado siglo descubrió la postura del sembrador, me parece a mí que he descubierto la postura del narrador, sentado en la noche invernal al amor del fuego en la cocina antigua, hablando más para el fuego que para los otros oyentes. En mi país se cree que nada le gusta más al animal llamado fuego que el escuchar una buena historia. Se le ve avivarse, alargar las llamas y batir unas contra otras como si aplaudiese.


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Julia Fischer interpreta el primer movimiento del
Concierto para Violín en Mi menor de Mendelsshon. 
  


II.  Perséfone
 


 
No era tan delicioso el Enna por donde Proserpina iba cogiendo flores, cuando ella,
flor aún más hermosa, fue arrebatada por el tenebroso Plutón
y ocasionó a su madre el dolor de buscarla por el mundo todo.

(Milton, El Paraíso Perdido).

Varios profesores de la Universidad Popular de Laciana coincidieron este año en recordar, desde diversos puntos de vista, uno de los más sugestivos mitos de la Grecia Clásica. 



Perséfone -o Proserpina- recogía flores en las vegas de Enna cuando fue secuestrada por Hades -o Plutón-, el dios del inframundo. 
La rubia Deméter, la bien coronada, protectora de la naturaleza primigenia, sufría de tal modo la ausencia de su hija que abandonó el cuidado de la tierra y causó un daño horrible a los humanos. En la tierra no volvió a germinar semilla alguna. Quedó yerta, como en el peor de los inviernos. Se volvió árida durante tanto tiempo que el mismísimo Zeus llegó a exigir la liberación de Perséfone.
Hades le obedeció con una condición. La prisionera debería hacer el largo viaje de vuelta sin probar bocado. Pero, a mitad de la travesía, el dios de los muertos le tendió una trampa. Deslizó en sus manos doce semillas de granada y ella, sin darse cuenta, llevó seis de aquellos granos a la boca.
Zeus dictaminó que en adelante Perséfone pasaría en la morada de los muertos tantos meses por año como semillas había comido. Desde entonces, cuando ella baja al inframundo, llora Deméter su falta y el invierno y el otoño amustian la tierra. Pero en marzo, cuando la diosa rubia hace surgir el fruto de los labrantíos de glebas fecundas y la ancha tierra se carga toda de frondas y flores y son liberados todos los ímpetus de la primavera, Perséfone vuelve.

(*) El texto en cursiva
pertenece al Himno Homérico a Deméter.
 


En la Veiga el Palo, a finales de marzo,
la vuelta de Perséfone se anuncia entre las hojas muertas.
   
 
 

En Caboalles de Arriba confluyen dos derroteros con relevancia histórica y copiosa leyenda. Uno de ellos, el Camino Real de Hermo, liga la cuenca del asturiano río Narcea con la leonesa del Sil a través del Collao Alto. Aquí mismo, en la divisoria de aguas, nace un valle que llaman La Veiga el Palo, tan rico en pastos que es capaz de mantener a cientos de vacas. Cada año, a comienzos de marzo, suelo ir por la Veiga el Palo allí para ver cómo andan las cosas y si vuelven los días por la misma rodera.


 
La última glaciación dejó al pie del Collao Alto una hoya que el poso de los siglos fue colmando. Aunque los mapas pintan allí una laguna, de ella no queda más que un suelo tramposo, flotante y temblón que el invierno chafa y destiñe. A este lugar lo llamamos Las Charcas.



Cuando Deméter renueva el paraíso de la Veiga el Palo, todo aquel territorio vuelve a ser una pascua pletórica y florida para disfrute del ganado mayor excepto la verde exuberancia de Las Charcas, que está vedada a las vacas como para nosotros lo estuvo aquel árbol del Edén.  
 




Aun no desapareció la nieve cuando ya se anuncia en La Veiga el alboroto inminente de la primavera. Vuelve a escucharse por todas partes el arrullo de los deshielos, en los remansos crecen las lentejas de agua y las caléndulas y entre el yerbazal asoman cientos de pares de ojos saltones. Son los machos de la rana bermeja que porfían con su reclamo nupcial.





Alrededor de Las Charcas repuchece la turbera con vivos colores. El esplendor aun tardará un poco en desparramarse por toda La Veiga pero, entre tanto, el suelo firme se va librando de la costra del frío, los topos espabilan y arremeten a cavar túneles y levantar cordilleras y las ranas acomodan envoltorios de gelatina con miríadas de huevos en el agua que acaba de perder su techo de hielo.



 
En el suelo cuaresmal y ceniciento empiezan a brotar las prímulas, los narcisos menudos, los espantapastores y otras flores madrugadoras. Con la general licuación, la red de canales angostos y profundos se colma y rebosa el agua límpida, impoluta, transparente. Aunque todo tipo de bichos ya ha regresado a la actividad, su trajín apenas agita el fondo limoso.
 
 
 
 
También las truchas vuelven a frezar en La Veiga pero lo hacen más abajo, en los meandros pedregosos por donde el arroyo fluye todo el año sin llegar a congelarse.

 


En las despojadas ramas de los abedules también se anuncian los brotes, pero estos continuarán sellados hasta los idus de abril, cuando la Reina de Hierro regrese del orco para recolectar flores junto con sus amigas las ninfas.
Los abedules son la avanzadilla del bosque, los que colonizan las alturas más expuestas a la cirria inclemente del invierno. La poca profundidad y escasa fortaleza de sus raíces ha de ser compensada de otro modo. Por eso, bajo una piel de plata delicada y frágil, los abedules visten otro ropaje también liviano pero flexible, ceñido y rico en óleos y sustancias que les sirven de coraza contra el frío. Así es como las ramas pueden estar desnudas durante meses y esquivar los embates del viento que se conformará con arremolinar las hojas muertas en sendas y remansos.
 


La marca del oso.
 
De año en año, los líquenes van dando a los abedules un aspecto venerable y aquella primera piel suya, tan tersa y albina, se cuartea ahora y se desprende dejando a la vista otra corteza ya gruesa, resquebrajada y de aspecto cobrizo.
En cuanto barruntan la primavera, los osos que se preparan para el celo de mayo recorren el territorio adviertiendo de su presencia y dejando su rúbrica en el tronco de los abedules viejos.


(*) Tomé esta fotografía hace solo ocho días,
pero no en la Veiga el Palo sino a unos 15 km de distancia. 
 

Cuando le crecen las barbas y se cuartea su piel, el abedul es un árbol adulto. Especie de gran simbolismo, espantador de todos los demonios, pródigo en dones curativos y en provechos artesanales, éste es un árbol audaz. Por todo ello su vida no suele ser larga.  

 

 
 
 
III.  Sobre un cuento de moros
 
 

El Camino Real de Hermo baja del Collao Alto entre los abedules del flanco sur y desciende poco a poco para alcanzar la Veiga más allá de Las Charcas, donde el suelo ya es firme y los carros y caballerías pudieron en su tiempo transitar sin percances, vadear el arroyo y continuar por el firme solano.
Los ganaderos de hoy día mantienen Las Charcas cercadas con estacas y ramas. El bovino, al menos el nuestro, tiene la mirada curiosa y tierna, es más dócil que huraño, es resistente, trabajador, generoso y fecundo en gracias y virtudes, pero no se distingue por su gracilidad ni por el sentido del equilibrio ni por el buen juicio. El nombre de Garbosa para las vacas o Saleroso entre los toros es tan frecuente como chocante porque estos animales son grávidos, algo torpes y, por si fuera poco, dados a meterse en atolladeros. Aunque nacen y viven en la montaña, no son montaraces como otros mamíferos de parecida envergadura. Se empeñan en subir por donde bajar no les será fácil, son algo insensatos, se espantan con facilidad y, a veces, se despeñan. Aquí decimos que valtan.  
 
 
 El tremedal de la Veiga el Palo, el área de Las Charcas, entraña mucho riesgo para las vacas. El penúltimo percance serio ocurrió hace ya unas décadas, cuando entremaron tres reses a la vez. (*)  Doce vecinos de Caboalles de Arriba, provistos de sogas y focos prestados por el lampistero de la Mina Escondida, tuvieron que emplearse muy a fondo durante la noche para amarrar las cuerdas por detrás de cada cornamenta, buscar algún apoyo consistente donde tánto cuesta encontrarlo y tirar o empujar hasta culminar el rescate, todos rebozados en barro hasta el alma.
 
(*) Entremar equivale a meterse en una treme o tremedal,
voz procedente del latín tremĕre y aplicada al terreno pantanoso
que retiembla cuando alguien camina por él. 
  



 
Las Charcas de la Veiga el Palo no solo encierran peligro para las vacas. También para las personas, sobre todo si penetran allí desmandadas y en tropel.

El relato desorbitado y espantoso que hizo el cura Luis Alfonso de Carballo a propósito del percance desgraciado que habría acabado con un ejército de muchos miles de musulmanes en algún lugar de las montañas de Laciana hace casi 1300 años, me llevó a discurrir una suposición igualmente disparatada que publiqué entonces. (Laciana, un otoño, pp. 37 y siguientes. Edilesa, 2002).
 
Carballo escribió que, hacia el año 730, Don Pelayo reconquistó la villa de Cangas de Tineo. El imaginativo cronista, nacido en 1571 y precisamente allí, en Entrambasaguas, describió su país como una tierra fértil de trigo y generoso vino, lindas frutas, caças y pescas y añadió que cuando el rey Abenramín de Toledo supo que había perdido Cangas, tuvo un gran pesar y parecióle que importaba mucho a su reputación volver a restaurarla. Por eso vino hacia Asturias con un ejército de doce mil ochocientos hombres, nada menos. Pero los espías cristianos alertaron a Don Pelayo, quien acudió con mucha diligencia y apercibimiento, pilló al descomunal ejército sarraceno a punto de entrar en la cuenca del salmonero Narcea y lo obligó a virar en redondo y escapar. El desgraciado Abenramín, según Carballo, hubo de acogerse en aquellas montañas de Laciana donde, dentro de dos días como llegaron, sobrevino tal pestilencia en aquel paraje que de todo el ejército no quedaron más que mil personas.

 
El llano estacado de Las Charcas, en la Veiga el Palo.
 
Leyendo todo esto se me ocurrió que la causante de la tremenda pestilencia bien podía haber sido esta turbera de Las Charcas. Argumentos para apoyar la conjetura los hay de sobra. La demarcación del Real Concejo de Laciana descrita en 1270 se refiere a un paraje que llama el Piélago del Moro y lo sitúa entre la alberguería de Cafrenale, que parte con Cangas, y el espino que es cabo de la casa de Pero Martínez de Degaña. Eso es tanto como decir entre el Puerto de Leitariegos y la Collada de Cerredo, o sea, en el camino que viene de Cangas a Laciana por Monasterio de Hermo, el Collao Alto y la Veiga el Palo.
Una de las acepciones de la voz arcaica piélago es la de estanque o balsa. Si tenemos en cuenta que las aceifas de los moros ocurrían en pleno verano, cuando el agua escasea pero el ganado abunda y las bacterias y los mosquitos abundan mucho más, ¿no es razonable elegir este tremedal de Las Charcas como escenario de la horrible mortandad?


Los viejos cornicones, amén de divertidos, son útiles para los historiadores rigurosos que encuentran ahí muchas pistas interesantes y también lo son para los cuentistas que a veces, inspirándose en ellos, discurren alguna invención graciosa como la de asociar Las Charcas de la Veiga el Palo con los apuntes de don Miguel de Luna y don Alfonso de Carballo.


¿El Piélago del Moro?

Carballo escribió sus Antigüedades y Cosas Memorables del Principado de Asturias en el siglo XVII y, en lo tocante a la pestilencia y mortandad ocurrida en aquellas montañas de Laciana, afirmó haber tenido conocimiento de los hechos a través de lo recogido y escrito por un contemporáneo de Don Pelayo, un moro de nombre Abulcaçim Tarif Abentarique.

Pero hete aquí que el tal Abentarique nunca existió sino que fue invención de un médico morisco llamado Miguel de Luna, traductor del árabe al español y casi coetáneo de Carballo.
El tal Luna fantaseó haber encontrado en la biblioteca de El Escorial un manuscrito del siglo VIII que habría sido compuesto por el sabio alcaide Tarif Abentarique, de nación árabe y natural de la Arabia Petrea. A partir de ahí fue recreada La verdadera historia del rey Rodrigo, en la cual se trata de la causa principal de la pérdida de España y la conquista que della hizo Miramamolín Almançor, traduzida de la lengua arábiga por Miguel de Luna, vezino de Granada, intérprete del Rey don Phelippe nuestro Señor, y publicada en Granada en 1592.
 
Así que nadie tome lo de la pestilencia y mortandad en Las Charcas de la Veiga el Palo por hecho histórico riguroso y ni siquiera por tradición antiquísima. 
 
 
 
 
IV.  Estupor.
 



 


 
 

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